Pregón realizado en Granada, 8 de Marzo de 1.986. Salón de Actos de la Excma. Diputación Provincial de Granada, sita en C/Mesones, a cargo de D. Enrique Seijas Muñoz:
“El Genil, a ambos lados del
puente, ardió como si las aguas quisiesen sumarse al homenaje. Hacía ya tiempo
que la noche granadina había iniciado su madrugada, y la Semana Santa empezaba
casi a ser historia una vez más. Después de siete larguísimas horas, las
imágenes del Cristo de la Expiración y María del Mayor Dolor avanzaban lenta y
pausadamente, Carrera de la Virgen abajo, para cruzar sobre el río donde varios
miles de fieles esperaban ansiosos para unir la devoción al espectáculo. Los
costaleros _una semana de esfuerzo sin descanso_ aupaban los pasos, más por
acción de la voluntad y el entusiasmo que por que les quedase aliento
suficiente. Una larga parada de Jesús en el Humilladero mientras surcaba aguda
y penetrante, rompiendo el silencio del cielo, la voz de una mujer en oración
hecha saeta, dio lugar a que María le alcanzase, animado el ya penoso andar con
las notas de ‘Rocío’. Y de pronto, la noche se encendió; las llamas, y el humo,
abrieron el reducido espacio y las bengalas iluminaron con luces multicolores
que arrancaron destellos de las casi escondidas aguas y de los ojos que, entre
asombrados y suplicantes, seguían la escena.
“Cristo desapareció entonces al
otro lado del puente, tras la densa humareda. Y cuando la banda atacó las notas
brillantes de ‘Nuestro Padre Jesús’, su paso volvió a la vista de todos, de
frente a su Madre, avanzando lentamente al encuentro. La situación era idéntica
a la del monte Calvario, dos mil años atrás; la Virgen detenida ante la Cruz y
su hijo enviando a lo alto el último suspiro. Los costaleros, contagiados
también por la emoción del momento, redoblaron su esfuerzo, sacaron bríos de
donde ya no les quedaban y, envalentonados, conscientes de lo que llevaban
sobre los hombros doloridos, mecieron literalmente los tronos entre el clamor
popular.
“Mucho rato se miraron las
imágenes, mientras la noche volvía a su normalidad silenciosa y oscura. Después
los pasos cruzaron definitivamente el puente, Paseo de los Basilios adelante,
camino de la iglesia de San José de Calasanz. Un año más el milagro se había
consumado; en este mundo nuestro cada día menos espiritual y religioso, menos
sensible y solidario, se produjo la plena identificación de cofrades,
costaleros, camareras y pueblo llano sin división social ni económica,
alrededor de todo un símbolo que encarnan sin igual Jesús y María: el del Amor,
con mayúsculas.
Queridos hermanos en el Santísimo
Cristo de la Expiración y Nuestra Señora del Mayor Dolor, señores integrantes
de la mesa presidencial, cofrades de la Semana Santa de Granada, amigos en
general:
Perdonadme el atrevimiento de
haber iniciado este modesto pregón con un artículo que publiqué en el ya
desaparecido, pero entrañable, diario PATRIA, al que estuve vinculado desde
1976 y en cuyas páginas escribí mis primeras líneas sobre los avatares, emociones
y desfiles procesionales de nuestra Semana Mayor; perdonadme, digo, pero lo he
hecho sólo por demostrar de alguna manera la admiración que desde aquellos
primeros años de mi andadura granadina, como sabéis yo procedo de la otra
Andalucía, la Baja, donde los sentimientos religiosos en esta época del año
discurren por idénticos derroteros; mi admiración por esta Hermandad vuestra
cuyo primer medio siglo de vida estamos conmemorando. Eso, y la sincera amistad
que me une al flamante Hermano Mayor, Antonio Sánchez Ramírez, me han hecho
aceptar la tribuna esta noche. Gracias, Antonio, por la confianza y por tus
palabras; gracias también, cofrades de los Escolapios, por refrendar con
vuestra presencia la designación del Hermano Mayor. Y gracias a todos, cómo no,
porque acudisteis al pregón. Sinceramente gracias.
Pero antes de entrar en materia
me gustaría haceros aún confesión de una tercera razón por la que he aceptado
hablaros: después de a la tradicional Borriquita, a la que de un modo u otro
hemos pertenecido todos los que de pequeños vivimos el espíritu de la Semana
Santa en nuestro hogares, la primera Hermandad cuyo hábito vestí, en mi Huelva
natal, consciente de lo que hacía y por propia voluntad, fue precisamente la
del Santísimo Cristo de la Expiración, que allí se combina con la advocación
mariana del Mayor Dolor en el mismo paso de misterio, más la de Nuestra Señora
de la Esperanza en el de palio.
Preguntaréis, naturalmente, por
qué. Y yo respondo gustoso y convencido: me ha impresionado siempre el momento
sublime en que Jesús, al límite de su resistencia humana, implorando al Cielo,
todavía tiene aliento para acordarse de quienes le han humillado y maltratado,
de los que que le han escupido, azotado, herido y escarnecido, de quienes se
burlan de Él a los pies mismos de la cruz: «Padre, perdónalos porque no saben
lo que hacen». Es un instante supremo de amor, una muestra increíble de
generosidad, un ejemplo que jamás los hombres sabríamos igualar en toda su
extensión, y quiera Dios que no haya oportunidad de hacerlo en condiciones
semejantes; pero que al menos deberíamos imitar dentro de nuestras muy
limitadas posibilidades humanas. Y después, el final: «Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu». Todo se ha consumado. Es el último aliento, el postrer
suspiro, el divino holocausto por la salvación de los hombres. También por eso
estoy aquí y estoy de corazón, convencido.
Dicho esto, va por vosotros:
Corrían tiempos difíciles
entonces. A 1935, fecha de la fundación de esta Hermandad, se había llegado,
como todos sabéis por referencias históricas, tras cuatro largos años de
inquietudes y cambios políticos que hacían perder los nervios a la mayoría. La
Constitución de 1931 prohibió la enseñanza a las órdenes religiosas y la
organización de cultos públicos que no fuesen expresamente autorizados por el
Gobierno. En el 32, el levantamiento del general Sanjurjo, abortado, sólo
sirvió para enrarecer aún más el ambiente; luego vinieron los sucesos de Casas
Viejas en el 33 y las elecciones generales que ganó la derecha, sin que llegase
a reformarse la Constitución debido a las tensiones internas de los diferentes
partidos integrados en el Gobierno y a las presiones exteriores como la
Revolución de Asturias y la proclamación del Estado Catalán a finales del 34.
Los enfrentamientos habían llegado a la calle y por ese afán de generalización
a que somos tan propensos los españoles _durante los últimos cuarenta años toda
oposición al sistema político fue calificada de comunista y desde hace diez,
sin embargo, las voces discordantes tienen el calificativo también común de
‘fachas’_, por esa generalización, decía, lo religioso estaba mal visto. No voy
a decir que casi como ahora, porque se era mucho más extremista entonces y
mucho más sutil se es actualmente. Bien, pues en aquel extraño ambiente social,
en aquel enardecido clima que todos sabemos cómo se resolvió, un grupo de
alumnos y exalumnos de las Escuelas Pías, del colegio Escolapios, decidió
fundar nada menos que una cofradía de Semana Santa en la iglesia de San José de
Calasanz y en torno a una imagen, atribuible a la Escuela de Mena, que se
veneraba bajo la advocación de los Dolores y que había pertenecido a otra
Hermandad desaparecida muchos años antes.
Yo me atrevería a calificar
aquella bella locura de los jóvenes estudiantes escolapios como de sentimiento
rebelde. Fue un valiente gesto el desafiar las tendencias imperantes, un
fervoroso deseo de mantenerse fieles a las tradiciones heredadas e incluso
enriquecerlas con una nueva cofradía alrededor de una imagen que veían casi a
diario. Un gesto que, sin embargo, no tuvo de momento la lógica continuidad de
los desfiles procesionales, en principio porque no hubo dinero para ello, pese
a que Miguel García Valle, y así consta en el primer libro de actas, se
comprometió a correr con los gastos de la salida, cuantiosos, aún en
proporción, para un solo bolsillo. No pudo ser en el mismo año 35 y ya no pudo
tampoco en los siguientes, dado que se habían precipitado los acontecimientos y
la tragedia, la sinrazón, el odio y la violencia tiñeron de sangre los campos
españoles. Ojalá estos mismos Cristo de la Expiración y Madre del Mayor Dolor
nos libren para siempre de horrores semejantes.
Terminada la guerra, con algunas
lamentables ausencias entre aquellos entusiastas muchachos, que habían caído en
uno u otro bandos para que los demás pudiesen disfrutar de paz, la Hermandad de
los Escolapios salió por fin a la calle en la Semana Santa de 1940. Sin dinero,
porque no lo ha tenido prácticamente nunca; con mil dificultades, pero con
entusiasmo, con el mismo que les impulsó a fundarla cinco años antes.
Por aquel entonces se
reorganizaban algunas otras cofradías granadinas, como la de la Santa Cena, con
la que muchos compartían su devoción. Entre ellos estaban Miguel García
Batller, en aquel entonces hermano mayor de la hoy Virgen de la Vitoria y
presidente de la Federación de Cofradías, y el inolvidable aunque llorado José
Gómez Sánchez-Reina, después hermano mayor de la Cena durante mucho tiempo
hasta su muerte el pasado mes de diciembre, y para quien tengo el deber moral
de pedir una oración como homenaje y agradecimiento a lo que hizo no sólo por
esta cofradía, y la suya propia, sino por tantas otras que igualmente lo
recuerdan con cariño. Sánchez-Reina fue quien ideó algo que permitió la salida
procesional del año 40 y otras posteriores: ceder las túnicas
desinteresadamente y, aún más, confeccionar unos capillos que hoy llamaríamos
reversibles _rojos de un lado, negros del otro_ y que pudieron usarse el
Domingo de Ramos acompañando a la última Cena y el Viernes Santo en las filas
de la Expiración. Félix Infante, el primer hermano mayor, pudo así ver cumplida
una ilusión reprimida cinco larguísimos años: recorrer las calles de Granada
con su Virgen, precedida de un crucificado que aún se conserva en la iglesia de
San Ildefonso, sustituido en el 42 por el que se venera en Santo Domingo, en
tanto el artista granadino Domingo Sánchez Mesa terminaba el encargo de la
actual imagen, que fue bendecida y sacada en abril de 1943 y para cuyo pago
tuvo que hacer la Hermandad increíbles esfuerzos económicos, recurriendo a todo
lo legal recurrible en aquellos duros años de escasez y de miedo.
Dos nuevos hermanos mayores se
sucedieron: José Gómez Sánchez-Reina, que siguió a Félix Infante, y Antonio
Parea padre. Más tarde, en el 45, accedió al cargo Ramón Fernández Alonso, el
hombre que más tiempo estuvo al frente de la Hermandad, único superviviente de
aquella aventurera pléyade escolapia de hace medio siglo, que mantiene frescos
los recuerdos, las vivencias, los momentos difíciles y también los de
esplendor, a quien yo, interpretando creo vuestro sentir, quiero dar un abrazo
de amistad y agradecimiento al final de este acto.
Hemos hablado aquí de rebeldía y
también de valentía. Os contaré algo que avalan mis apreciaciones: la junta de
gobierno realizó un viaje sorpresa a Estoril para ofrecer el nombramiento de
Hermano Mayor Honorario al entonces Príncipe de Asturias, don Juan de Borbón,
que lo aceptó complacido y emocionado, correspondiendo con la concesión del
título de ‘Real’ que hoy se antepone al nombre. «No podré olvidar este gesto
jamás _dijo el Príncipe_; llevaré siempre en el corazón el que os hayáis
acordado de mí estando en el exilio». Luego prometió, al menos lo he oído
comentar a alguien, hacer estación de penitencia alguna vez, cuando pudiera
regresar a España; pero la demora sufrida para que se diesen las circunstancias
favorable a la realización del viaje lo impidió siempre como sabéis. De
cualquier modo, y aunque sólo se trate de un símbolo, fue valiente adoptar
aquella decisión en tiempos no muy propicios para ello.
También podríamos recordar el
funeral que se ofició en la iglesia de San José, a iniciativa de la Hermandad,
para las víctimas del primer accidente mortal que sufrió el entonces aeródromo
‘Dávila’, de Armilla, lo que vinculó para siempre al Arma de Aviación hasta el
punto de que el general Saez de Buruaga, que fue ministro del Aire, impuso su
propio fajín a la Virgen. Pero eso ya fue en el año 57 y antes hay curiosas
anécdotas que debemos resaltar como merecen. Por ejemplo el origen de las
luminarias bajo el puente, de las bengalas y las antorchas. No falta quien
afirma que se trató simplemente de buscar un espectáculo al estilo del Cristo
del Consuelo cuando regresa Camino del Monte arriba escoltado por sus gitanos,
costaleros al ritmo de yunque. Pero no es cierto, o al menos no fue ése el
espíritu, sino el combatir, con los medios que estaban al alcance, la soledad
con que los sagrados titulares se encerraban en el templo, dado que la ciudad
se quedaba muy atrás, al otro lado de los arcos, no resultando prudente, por la
oscuridad al regreso, acompañar a las imágenes. Con aquellos fuegos y bengalas
se pretendió sencillamente dar luz a toda la zona, para que cuantos granadinos
lo desearan pudiesen seguir sin temor a los pasos a la misma puerta de la
iglesia. De ese modo, curiosamente, hasta el río se encendía en honor de Jesús
y de María, produciéndose una correspondencia entre el fuego del amor que iban
derramando, la corriente que desde el Gólgota se inició para recorrer todo el
mundo en pocos años y el latir de unos corazones que sabían, y querían, vibrar
al lado de unos tronos elevados al dolor y al perdón al mismo tiempo.
No niego que quizá las bengalas
pudieran ser una concesión a lo espectacular, pero contribuyó desde el primer
momento a llenar un vacío y es hoy una de las tradiciones más ricas de nuestra
Semana Mayor. Y de que algo muy hondo puede sentirse al presenciarlo puedo dar
fe personalmente, yo que suelo ser crítico en todo cuanto de un modo u otro
pueda desviar el verdadero espíritu de estas celebraciones.
Otro tema es el de la advocación
del Cristo. ¿Por qué se eligió la Expiración precisamente? Creo interpretar el
sentir de aquellos muchachos al aseguraros que el momento histórico que se
vivía era más propicio a preferir el sacrificio extremo, la entrega última y
definitiva, pero después del más desprendido, sincero y fructífero gesto de
perdón que el mundo ha conocido. «Perdónalos, Padre». Y a continuación, no
pudiendo dar más por un trato tan injusto, se puso en las manos del Padre para
que Él abriese las puertas del Paraiso a todos los hombres y mujeres de buena
voluntad, habidos hasta entonces y por haber en un largo futuro. Y también
Expiración porque le iba a seguir la Virgen del Mayor Dolor y no hay mayor
dolor para una madre que ver morir a su hijo sufriendo hasta límites extremos,
sin poder hacer nada más que sentir su propia impotencia para ayudarle y
derramar amargas lágrimas de desconsuelo.
.
Calvario,
un grito, la tarde.
La
luz del cielo oscurece,
la
tierra entera se calla
y
hasta la Cruz se estremece.
Llora
la madre mirando
al
amor de los amores,
que
al expirar va naciendo
en
rocas, en corazones.
El
aire de Primavera
lleva
esencias renovadas,
murmullo
de nueva vida.
Y
en los campos, las cañadas,
incluso
espinas florecen
con
sangre de Dios regadas.
En apenas docena y media de años
se había asentado la Cofradía, de la mano ya de Ramón Fernández Alonso. Era,
pues, llegado el momento de hacer más rico un patrimonio en aquel entonces aún
modesto. Y el hermano mayor, lanzándose a una peligrosa aventura económica,
después de recordar algún dinero entre fieles, cofrades, amigos y devotos
recurrió a las Reverendas Madres Adoratrices que por aquel entonces, y por
supuesto ahora, aunque se utiliza menos este arte, tenían bien conseguida y
justa fama de bordar como los propios ángeles en expresión muy al uso. Movido
de su cariño a la Virgen, de su férrea voluntad y amparado por la amistad que
le unía a algunas de aquellas monjas _probablemente dada su espontánea
generosidad, que ellas sin duda conocían bien y disfrutaban_ les encargó el
bordado del manto, seda natural y oro, con una advertencia: «borden sólo hasta
donde disponemos de fondos, a medida que estos se recauden les iremos dando
instrucciones para continuar». Sin embargo pasó el tiempo y la comunidad no informaba
sobre los avances del trabajo, ni pedía más oro, ni siquiera preguntaba si
podían seguir. Incluso se daba la circunstancia de que cuando el Hermano Mayor
acudía al convento para interesarse, siempre recurrían a alguna excusa para no
abordar el asunto. Cuando meses después fue por fin autorizarlo a verlo, se
encontró con el manto enteramente bordado, en esplendorosa obra de arte, con
una para ellas importante razón: «¡era tan bonito que no pudimos resistir la
tentación de verlo terminado!». Y cuando él preguntó, aquí está para
confirmarlo, cómo iba a pagar aquello, la respuesta fue igual de simple que el
argumento: «tenemos plena confianza en usted y podemos esperar cuanto haga
falta». Aunque no fue necesario mucho. Una febril necesidad de toda la
directiva logró el dinero _a lo que contribuyó el propio colegio_ y la Virgen
lució el bellísimo manto que algunos, no tantos como hubiese sido deseable dada
la precipitación con que, literalmente, se sacaron de allí los ornamentos,
pudimos admirar en la reciente exposición que también conmemoró el
cincuentenario.
Y otra anécdota, la última que
voy a contaros para no hacerme pesado en exceso, es la de los varales. La
distinción que había alcanzado la Hermandad y, sobre todo, la inesperada
contribución de las Adoratrices para que fuese una realidad el estreno del manto,
hicieron necesarios los varales para el palio. Sin embargo el momento no era el
más oportuno para buscar la plata necesaria, por lo que el taller del orfebre
Palma no podía trabajar. Se inició entonces una curiosa operación que muy bien
podría haberse llamado la del ‘tío sentado’, consistente en ir pidiendo a
familiares, amigos, comercios, bares... cuantos duros de curso legal pudiese
aportar cada uno. Recordarán algunos de los presentes que la riqueza en plata
de aquella moneda de cinco pesetas era superior a su valor como dinero. Volvió
la Hermandad a conocer la generosidad de sus simpatizantes y devotos, y
aquellos duros se fundieron para forjar los espléndidos varales cincelados que
todavía hoy luce el trono de Nuestra Señora del Mayor Dolor.
Culminaba así Ramón Fernández
Alonso, apenas sin darle importancia a cuanto hacía, su extraordinaria labor
patrimonial. Fueron muchas noches de desasosiego pensando en el futuro
inmediato, ideando formas de obtener recursos, buscando soluciones para salir
de aquel atolladero _como él mismo lo sigue definiendo_, pero finalmente la
ciudad entera admiró la riqueza de un manto y el esplendor de unos varales,
puede decirse que contribución de los granadinos pues pocos habría que no
dieran algo a la Virgen del Mayor Dolor.
Es Viernes Santo. Ya el Campo del
Príncipe se ha visto repleto de gentes buscando emociones nuevas, sentimientos
nuevos, en los mismos emoción y sentimientos de siempre. Al minuto exacto en
que Jesús expiró, el Señor de la Humildad ha acudido a su cita anual con los
fervorosos fieles. No es hora de lucimientos, de cirios encendidos que resaltan
la belleza de la imagen ni tal vez el ambiente sea propicio a las saetas
brillantes. Pero es que nada de eso, con formar parte de la tradición, se hace
necesario cuando el que actúa es el corazón. Y en el Campo del Príncipe,
Viernes Santo, tres de la tarde, el latir pausado de miles de corazones impone
el ritmo a la celebración de la divina inmolación. Después, unas horas de
reflexión antes de que continúe la Semana Santa, horas que en San José de
Calasanz _como en San Jerónimo, San Juan de Letrán, San Cecilio, San Gil y
Santa Ana_ se aprovechan para dar los últimos toques a los tronos. Muchos no
han conseguido explicarse todavía cómo puede conmemorarse la muerte de Cristo y
pasear después su imagen expirando. No entienden la devoción o el cariño que
pueda tenerse a una determinada advocación, a un especial pasaje de la Pasión,
sin que esto tenga nada que ver con el momento cronológico del desfile
procesional; y por supuesto no alcanzan a captar que la ceremonia litúrgica del
Campo del Príncipe es como una laguna, fuera de todo lo clásico, en la
celebración pascual. Es rendir homenaje al mayor sacrificio de todos los
tiempos, entendiéndose y valorándose su grandeza, más por el fin al que se
dedicó. En este momento, tres de la tarde, ha muerto; los granadinos lo sienten
profundamente. Pero eso no les impide volver a angustiarse, precisamente con el
instante en que está entregando su alma a Dios: «En tus manos encomiendo mi
espíritu».
Se abren por eso las puertas del
templo para dar comienzo al desfile: Cruz de Guía de Antonio Díaz Fernández,
nazarenos con hábito blanco, fajín y capillo negros; cirios encendidos
iluminando el auténtico camino, la senda del amor y la verdad; escudo de la
Hermandad, con la cruz de Santiago que se incorporó años después de la
fundación. Y el trono en caoba y oro, respiraderos del mismo autor, sosteniendo
un inmenso monte de claveles rojos que quieren trepar por el madero para besar
los pies a Jesús, como si con ello pudiesen sostener un poco más el poco
aliento que aún la queda. Las Angustias y la Virgen del Loreto le acompañan, Y
la imagen, espléndida talla, no necesita que nadie le cante, ni que se hagan
comentarios elogiosos al arte de las manos que le dieron forma, pues el aliento
debe contenerse al ver la impresionante expresión de quien, tras horas de
padecimientos por encima de los límites humanos, está clamando a lo alto por la
paz y ofreciendo su postrer suspiro para que el perdón se derrame a manos llenas
por el mundo.
Es un instante luctuoso, de
muerte; pero a pesar de ello, ¡qué luz de esperanza se abre a su paso! Porque
su muerte nos trae Redención, nos asegura el paso a la vida eterna, nos
garantiza que ya no vamos a estar jamás solos. Y al mismo tiempo es promesa de
Resurrección y, por tanto, de vida; o mejor, de nueva vida que a eso en
definitiva nos llama. Basada en el amor, en la comprensión, en la entrega a los
demás y consecuentemente en el sacrificio. Y quienes de un modo u otro tratamos
de que el espíritu de la Semana Santa perviva en la sociedad todo el año,
estamos obligados a, por lo menos, intentarlo. Tened presente, mis queridos
amigos, que ese espíritu en modo alguno puede estar sostenido por el dolor, por
el llanto, por la angustia o la agonía y mucho menos por la muerte; sino por el
amor, sobre todo, por la promesa de vida.
Cuando el Cristo inicia el paso
del Genil en dirección al centro de la ciudad, en la puerta de San José aparece
el ascua de luz que es el trono del Mayor Dolor. Palio bamboleante de
terciopelo morado, tintineos de cristal y plata a cada movimiento, y una
expresión de desgarradora amargura en el rostro de la Virgen. Ahí sí que impera
el dolor, pero no físico; el dolor de madre abrumada por la insoportable carga
de ver sufrir a su hijo, contemplarlo colgado luego de la cruz y expirando por
fin sin poder ayudarlo. Su único consuelo será abrazarlo dulce y amorosamente
horas después _Santa María de la Alhambra, Puerta de la Justicia, colina roja
abajo_, en un supremo pero estéril esfuerzo por devolverle la vida si pudiese.
Y los costaleros. ¡Qué voy a
decir de los costaleros, yo que he sido dos veces su pregonero! Recuerdo haber
visto en la exposición que reciente, y me atrevería a decir que brutalmente
también, fue clausurada a esta Hermandad un recorte de prensa en el que a
grandes titulares, casi con saña como si fuese la más importante noticia, se
leía: «no salió el Cristo de la Expiración porque no se presentaron sus
costaleros». Lamentable, cierto; pero había un error: no eran ‘sus’ costaleros
sino simple y llanamente unos costaleros pagados a los que en su momento no
importó, por cuatro gotas que cayeron, dejar plantada a la Hermandad. Eso hoy,
afortunadamente, no puede volver a ocurrir. Si aquellas generaciones de los
años 30 y 40 tuvieron la valentía de recuperar, sostener y engrandecer las
ricas tradiciones de las cofradías en la calle, éstas de ahora tienen a su
favor el haber levantado de nuevo la Semana Santa merced a un esfuerzo propio.
Jóvenes que buscaban sitio, pero se mostraban reacios a encasillarse en unos cánones
para ellos en cierto modo desfasados y que, en honor a la verdad, hemos de
reconocer habían entrado en crisis, por lo que necesitaban nuevos cauces para
expresar su religiosidad y ofrendar su fe, lo encontraron, naturalmente; allá
abajo, junto a las trabajaderas, a los pies, literalmente, de Cristo y de
María, haciendo auténtica penitencia, no sólo en cada salida procesional sino
desde muchos meses antes preparándola.
Además de eso mostraron un nuevo
camino: el de la verdadera hermandad, el de organizar actividades al margen de
los cultos, el de no apagar la vela al recogerse la procesión, sino mantenerla
encendida todo el año para que alumbre el también nuevo espíritu. Un ejemplo
que pronto fue seguido por los viejos cofrades, prodigándose las Casas de
Hermandad, las revistas, las charlas-coloquio, las reuniones de tertulias, las
convivencias en suma.
No es que sean ellos por sí solos
los protagonistas, pues está claro que subyacía en el ánimo de todos el deseo
ferviente de hacer esto; pero quizá por apatía, por falta de iniciativas, por
un mal entendido acomodamiento a las formas y las maneras de antaño, imperaba
la pasividad. Los Cuerpos de Hermanos Costaleros fueron el revulsivo y creo que
debemos agradecer su ejemplo, su entrega, su generosidad.
Ahora ya no puede quedarse en el
templo el Cristo de la Expiración por falta de costaleros, como tampoco se
quedarían el de la Misericordia, el Consuelo, el Nazareno o la Lanzada; todos
tienen, y cómo no las vírgenes, brazos jóvenes y fuertes dispuestos a llevarlos
con mimo, con dulzura; sin descansar si fuese preciso, contagiando a los demás
y elevando el tono de nuestros desfiles. Viejos cofrades y nuevos costaleros,
una magnífica unión que garantiza la supervivencia de nuestra Semana Mayor al
estilo de Andalucía.
Plaza del Humilladero, Carrera de
la Virgen, Campillo, Mariana Pineda, San Matías... y en la esquina de la calle
Navas, arte, fuerza y pericia en conjunción maravillosa. «Derecha atrás,
aguantando delante», ordena el capataz; «despacio, muy despacio», pide casi en
un susurro. Y el paso, bamboleantes bambalinas marcando el ritmo acompasado de
unos pies que apenas se elevan del suelo, va girando casi sobre sí mismo para
enfilar la calle Navas camino de la tribuna. Delante, quizá con menos alarde
pero con idéntico esfuerzo, va el paso de Jesús. Manos temblorosas salen de
entre los barrotes engalanados de los balcones, deseosas de tocar sus dedos o,
cuando menos, el extremo de la cruz. Otras se atreven a arrojar rosas a sus
pies y los más tímidos esbozan una breve oración que lo mismo puede ser de
súplica que de agradecimiento. O sencillamente expresión de fe. En Él convergen
todas las miradas, atentos los oídos a escuchar alguna saeta.
Después de la Carrera Oficial, la
eterna Plaza de Bib-Rambla, donde la voz de agua de los Gigantones quiere
sumarse a la plegaria. Pescadería, Marqués de Gerona, las Pasiegas, puerta de
la Catedral que lamentablemente permanece cerrada a cal y canto, oídos sordos
al clamor popular y a la petición unánime de las cofradías desvirtuando el
verdadero origen de estas manifestaciones religiosas. Catedral, templo madre,
iglesia viva e historia al mismo tiempo, que se vestiría de gala al paso de las
imágenes camino de la Puerta del Perdón.
En Pie de la Torre hay otro
alarde de precisión, obedeciendo los pies, a ciegas, órdenes del capataz.
Lentamente, como regodeándose en la maniobra, para que quienes tuvieron la
suerte de encontrar un hueco puedan recrearse y guardar imborrable recuerdo. Más
tarde Capuchinas, la Trinidad, Mesones, Ganivet cruzando el centro; y otra vez
al barrio: la Mariana, el Campillo, Carrera de la Virgen... A pasar por la
Basílica, la Virgen de las Angustias parece esperar a su hijo. La puerta
abierta de par en par, luces dentro para que nadie pierda detalle. La gente se
arremolina para ver la escena. El trono de Jesús se va volviendo lentamente de
frente al templo, de cara a la madre de todos los granadinos que allá en el
fondo, en su camarín iluminado, parece estar reviviendo una vez más el drama
del monte Calvario. Y sin embargo, entre tanto dolor, hay un mensaje de
esperanza porque al tercer día será ya vida eterna. Y el aire huele a flores,
la brisa besando los rostros sirve de justificación inocente a quienes no han podido
contener las lágrimas; se presiente la Primavera.
Viernes
Santo.
La
Carrera.
Cristo
de la Expiración,
en
el instante supremo.
En
María de las Angustias,
amor
con dolor intenso.
Pero
no te aflijas, Madre,
y
dale gracias al Cielo:
Jesús,
con su sacrificio,
está
trayendo consuelo.
Al
tercer día, Resurrección,
esperanza
y vida eterna.
Viernes
Santo.
La
Carrera.
¡Ya
está oliendo a Primavera!
Antes de llegar al final del
desfile cre obligado, y merecido, hacer un inciso para hablar de una etapa muy
difícil de la hermandad. Después de Ramón Fernández Alonso tomó el relevo José
Alemán, luego Antonio Sánchez Ramírez que no llegó a tomar posesión por
problemas internos, más tarde Antonio Jiménez y de nuevo, muy recientemente, el
hoy Hermano Mayor que ha organizado la celebración del cincuentenario. En esos
años, cinco de paréntesis: desde mediados de los 70 hasta el 81. Dificultades
económicas, cambio de residencia de la comunidad, extrañas oposiciones de
determinados sectores eclesiásticos que absortos en un, a mi juicio, equivocado
ímpetu modernista dejaron la religiosidad popular a la deriva por si
naufragaba... Pero como el Ave Fénix, la cofradía de los Escolapios _conserva
el apelativo y el emblema aunque no la tutela_ resurgió de sus cenizas y por la
férrea voluntad de su junta de gobierno, a algunos de cuyos componentes los
conozco bien y sé que no se arredran ante las dificultades, estoy seguro de que
va a haber Expiración y Mayor Dolor para mucho tiempo.
Hoy, además, el sentimiento
religioso del pueblo se ha impuesto al aire reformista de los nuevos tiempos.
Estoy con quien sostiene q ue no puede hablarse de progreso si se utiliza el
término como sinónimo de suprimir las tradiciones; y menos aún si éstas tienen
un fuerte arraigo en las gentes sencillas, con impulsos que las hicieron
recuperarse de agresiones tan importantes como desamortizaciones o guerras
civiles. Ahora, afortunadamente, tal vez porque en manifestaciones así se
encuentra la verdadera fuerza religiosa de la Iglesia, la jerarquía
eclesiástica vuelve de nuevo sus ojos hacia ellas. Cierto que es diferente el
espíritu que impera en las cofradías y que los estatutos se han renovado en su
mayoría para sacar a flote verdaderas hermandades de hombres y mujeres; algo
que tiene indudable valor. Por eso, del entendimiento mutuo puede surgir el que
la llama de nuestra Semana Santa, con lo que contiene de fondo y de valores,
luzca brillante sin temores ni amenazas.
Y llegamos al Humilladero. Al
Genil. Como llamas vivas de fe, las hogueras se encienden en el cauce del río.
Como fogonazos de fervor popular alrededor de unas advocaciones, las bengalas
lanzan destellos multicolores al aire embriagado de la noche granadina. La Cruz
avanza inexorable a perderse detrás de la cortina de humo, mientras el paso de
palio aligera la marcha para darle alcance. Hay una pausa, tensa espera hasta
comprobar la reacción de los costaleros. Después, Cristo vuelve a hombros de
sus hijos, recortada la silueta del holocausto divino en el brillo del humo con
olor a pólvora, encontrándose de frente con su Madre. Ambos pasos se mecen
suave pero firmemente, como homenaje costalero al pueblo que los ha animado.
Puede que se estén confundiendo en ese momento devoción y espectáculo, que se
hagan concesiones a la galería; pero si se realizara una encuesta, pocos se
mostrarían contrarios a la escena. Es lo nuestro, la tradición, la única manera
que conocemos de expresar nuestros sentimientos, esos sentimientos, ante los
demás; y si alguien se estremece y nota cómo llega hasta su corazón una
llamada, un toque de atención que encuentra respuesta positiva, bien vale la
pena exponerse a las críticas de quienes no lo entienden ni se han molestado
jamás en intentarlo.
Los dos pasos se unen, sube uno,
baja el otro, avanzan juntos de nuevo hacia el puente. Después, finalmente, el
de Jesús vuelve a tomar la delantera y se pierde camino adelante con andar
rápido hacia San José. Sólo quedan el Paseo de los Basilios y la puerta del
templo. Poco a poco, los tronos se cuadran ante el dintel, están atentos los
ayudas del capataz, que mide bien las palabras antes de dar sus órdenes; el
Cristo de la Expiración se diluye en la penumbra de la iglesia, dejando atrás
oraciones y saetas. Después María Santísima del Mayor Dolor, el palio rozando
los muros, de frente a su gente. Cuando las últimas notas de música se han
perdido en el aire, apagado los cirios y cerradas las puertas se da por
concluido el desfile, los cofrades sienten profundamente la satisfacción del
compromiso cumplido junto al cansancio de horas penitenciales. Pero bulle en lo
más hondo el espíritu que no decae, se analizan ya los defectos y empiezan a
hacerse planes para mantener viva la tradición.
Cincuenta años de Hermandad de
los Escolapios, medio siglo de vida de Granada. Probablemente una
insignificancia en el acontecer de la Semana Santa con siglos de existencia;
pero un largo periodo si contamos las dificultades, los diferentes avatares,
los sacrificios y el trabajo. Y, sobre todo, el entusiasmo renovado por hacerlo
cada vez mejor, por transformar la sociedad desde sus raices. Que el Cristo de
la Expiración y María Santísima del Mayor Dolor nos ayuden a ser mejores cada
día, con amor a los demás como Él nos predicó y enseñó con el ejemplo.
Nada más. Muchas gracias.
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