Ya en el siglo II se encuentran testimonios de que los cristianos rezaban y celebraban la Eucaristía por sus difuntos. Al principio, en el tercer día después de la sepultura, luego en el aniversario. Más tarde, el séptimo día y el trigésimo. En el año 998, el abad Odilón de Cluny (994-1048) hizo obligatoria la conmemoración de los difuntos, el 2 de noviembre, en todos los monasterios a él sometidos. En 1915, Benedicto XV concedió a todos los sacerdotes el derecho a celebrar tres Misas en este día, con la condición de que: una de las tres se aplique libremente, con la posibilidad de recibir una oferta; la segunda Misa, sin ninguna oferta, se dedique a todos los fieles difuntos; y la tercera se celebre según la intención del Sumo Pontífice. La liturgia propone varias Misas para este día, todas ellas orientadas a resaltar el misterio pascual, la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte.
Del Evangelio según San Juan
(primera Misa)
«Todo lo que me da el Padre viene
a mí, y al que venga a mí yo no lo rechazaré, porque he bajado del cielo, no
para hacer mi voluntad, sino la del que me ha enviado. Y la voluntad del que me
ha enviado es que no pierda a ninguno de los que Él me dio, sino que los
resucite en el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el
que vea al Hijo y crea en Él, tenga Vida eterna y que yo lo resucite en el
último día» (Jn 6,37-40).
La voluntad de Dios
Encontramos aquí un mensaje
revolucionario: quien "vea al Hijo y crea en Él tendrá vida eterna” y el
Señor lo resucitará. Sabemos por experiencia que el cuerpo se descompone; pero
el cuerpo no es todo el hombre. El hombre, como persona, es partícipe del
diálogo con Dios, y Él no lo deja caer, no lo olvida, porque Dios es fiel a sus
promesas. Dios nos tiene escritos en la palma de su mano a todos nosotros y no
se olvida de nadie, porque es Padre. Este es el centro del mensaje que nos dejó
Jesús. Por esta verdad, Jesús se hizo hombre, murió en la cruz y resucitó: para
hacernos partícipes de la alegría de la resurrección. "A ellos, Señor, y a
cuantos descansan en Cristo, concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de
la paz”, recitamos en el canon I de la Misa, en el momento del recuerdo de los
difuntos.
Dejarse sorprender
Es seguro que sobreviviremos, ya
que Jesús nos lo dijo. No sabemos cómo ocurrirá esto, pero podemos tratar de
entenderlo escuchando la Palabra del Evangelio. Poseemos, sin embargo, la
esperanza de sorprendernos por la bondad de Dios, por su misericordia. Nosotros
tenemos nuestros parámetros, con los que medimos los acontecimientos de la
vida; pero debemos dejar a Dios sus parámetros, que no son los nuestros; será
precisamente esto lo que nos sorprenderá cuando crucemos el umbral del Cielo.
Un paso más allá
Morir no es desaparecer, sino
existir de una manera nueva. Sabemos que los que nos han precedido en el camino
de la vida han llegado a la meta, están un paso más allá, mientras que nosotros
todavía estamos peregrinando. La muerte, pues, no es el fin de todo, sino el
comienzo de una nueva vida para la que nos preparamos desde hace tiempo. La
conmemoración de los difuntos, entonces, no consiste tan solo en recordar a los
que ya no están; también nos indica que la muerte es un puente que nos espera
al final de la vida y que nos conducirá a la otra orilla a la que todos estamos
destinados: es una ayuda para no dejar que tantas cosas nos agobien, olvidando
que todo pasa, pero que Dios permanece.
La hermana muerte
San Francisco de Asís, una vez
reconciliado con Dios, consigo mismo y con la creación, hacia el final de su
vida fue capaz de reconciliarse también con la muerte, hasta el punto de llegar
llamarla "hermana", señal de que también para él era un misterio que
había que acoger. A diferencia de la sociedad actual, que intenta por todos los
medios ocultar la realidad de la muerte -engañándose a sí misma con la ilusión
de que es eterna-, San Francisco nos enseña a mirarla, a aceptarla, a
considerarla una "hermana", parte de nosotros. Al fin y al cabo, es
un hecho tan real como la vida. Es un acto de honestidad intelectual, incluso
antes que espiritual.
El miedo ante la "hermana
muerte" está ciertamente dictado por lo desconocido, por no saber qué hay
más allá de la "puerta"; esto crea inquietud. En segundo lugar, no lo
ocultemos, tememos el "peso" de nuestros actos, porque, en
definitiva, todos somos creyentes en el fondo de nuestro corazón, y al final de
la vida nos preguntamos cómo hemos vivido. Esta experiencia nos lleva a rezar
por los que nos han precedido, casi como si quisiéramos ayudarlos y protegerlos
todavía, además de pedir que nos ayuden y protejan.
Una cosa es cierta: nosotros
leemos la muerte a la luz de la resurrección de Jesús. Esta es nuestra fuerza y
nuestra serenidad. Él nos ha abierto el Camino que conduce con la Verdad a la
Vida. El mismo Jesús nos recordó que estamos hechos para la eternidad: mil años
nuestros son como un solo día ante Dios, y este tiempo de la vida, tan breve,
pasajero, no tiene sentido si no se proyecta hacia una experiencia verdadera,
como nos recordó el mismo Jesús: "Quien ve al Hijo y cree en Él tiene vida
eterna".
Una última cosa. Jesús se hizo
hombre para ayudarnos a vivir "como Dios"; murió, fue sepultado y
descendió a los infiernos para que nadie se sintiera excluido de su acción
salvadora. Para que yo no tuviera miedo y me sintiera solo y abandonado, a
merced de mis miedos, Jesús mismo eligió "habitar" todos los lugares,
incluso los más bajos, para "hacerme compañía" en ese momento. No hay
"espacio" de la vida y de la muerte que Él no haya visitado, y esto
me da la certeza de que me acogerá con los brazos abiertos en cualquier
situación en la que yo "caiga": ya sea hoy en el pecado, o mañana en
la muerte, Él está ahí. Porque Él ha vencido el pecado y la muerte y ha
preparado un lugar para mí en la Casa del Padre. Esto me basta para caminar por
el sendero de la vida con confianza y esperanza. "Aunque tenga que
atravesar un valle oscuro" (Sal 23), Él está ahí. Está conmigo.
Oración
Dales Señor el
descanso eterno.
Brille para ellos
la luz perpetua.
Descansen en paz.
Amén
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